Es difícil discernir dónde termina Laredo, Texas y dónde empieza Nuevo Laredo, México. Un paseo rápido por la zona equivale a un curso exprés sobre la arbitrariedad de las fronteras. Laredo es una ciudad, una misma gente, atravesada por la mitad por una franja de defensa militarizada.
La sección vertical de la frontera, que se adaptó al curso del Río Grande, ha sido bastante transitada a lo largo de la historia. A diario pasan por los controles fronterizos personas que van de trabajo, gente que va de compras y menores que van a la escuela. Por las noches, se escucha el estruendo de los camiones de carga que van y vienen en ambas direcciones, llevando productos y dinero. Parejas y familias de ambos países interactúan a través de esta línea divisoria, la cual adopta distintas formas: un puente, un río, una barrera alta, una reja baja, un parque, un centro comercial. Son las interacciones ordinarias de una misma comunidad, a pesar de los drones que la sobrevuelan, los cientos de agentes fronterizos armados que la patrullan y el ruido blanco de las noticias amarillistas de Fox News. Caminar por Laredo o Nuevo Laredo y conversar con gente de ambos lados —que no son del todo mexicanos ni estadounidenses, sino algo muy único y particular— hace que la ficción oficial de la frontera, de la migración legal e ilegal, deje de tener sentido. Laredo nos da una buena idea de lo que habríamos perdido con el muro de Trump, así como de lo que sí perdimos cuando la Covid-19 le dio al expresidente razones para cerrar la frontera. Las dos ciudades se distanciaron aún más de la noche a la mañana. La identidad compartida, que se basaba en la interacción constante, de pronto se fisuró. Los controles fronterizos se cerraron para limitar el cruce de la frontera únicamente a “viajeros esenciales”; es decir, ciudadanos estadounidenses (que, a pesar de la crisis, podían cruzar de un lado a otro), residentes y mexicanos que viajaran por trabajo acreditado, razones médicas o propósitos educativos. La patrulla fronteriza redobló esfuerzos. Mucha gente perdió su trabajo. Parejas y familias se separaron. Con esta nueva división, las diferencias entre la vida de un lado y del otro se exacerbó de forma repentina.
Las diferencias siempre habían estado ahí, sin duda. Para empezar, está la calidad de las vialidades. Mientras que Laredo tiene una red de supercarreteras y calles pavimentadas a la perfección, las calles de Nuevo Laredo están llenas de baches y grietas en el cemento. Las disparidades en materia de salud son menos visibles, pero igual de palpables. Los residentes del lado estadounidense suelen cruzar la frontera para comprar medicamentos o ir al dentista, pues ambas cosas son más económicas al sur, mientras que los residentes del lado mexicano visitan Estados Unidos en busca de tratamientos médicos de vanguardia, cuando pueden costearlos. Tras el bloqueo de marzo de 2020, ambos lados se quedaron con sus propios problemas, y la comunidad que acostumbraba recurrir a sus redes de apoyo al otro lado de la frontera se vio obligada a buscar ayuda en su propio país. Las familias divididas por la frontera enfrentaron disyuntivas similares, pero con recursos abismalmente distintos. Así fue como dos gobiernos le fallaron a una comunidad.
Háganle como puedan
El mal manejo de la pandemia de Covid-19 por parte del gobierno mexicano le resultará familiar al lector estadounidense. El presidente Andrés Manuel López Obrador arrancó la temporada pandémica con declaraciones que le restaban importancia a la gravedad del virus, diciendo cosas como “es otro coronavirus nomás”. Durante los primeros meses de la crisis, López Obrador seguía yendo a comer a restaurantes e instaba a la población mexicana a hacer lo mismo para impulsar la economía del sector. En sus conferencias de prensa diarias, descartó el uso de mascarillas y afirmó que sus amuletos y estampitas de santos lo protegían del virus. Para entonces, México ya figuraba entre los primeros lugares de muertes por Covid.
Al igual que Trump, López Obrador valoraba las apariencias más que el impacto, pero la diferencia es que él lo hacía en un país con una problemática sanitaria aún mayor que la de Estados Unidos. Asimismo, el régimen de pruebas limitadas le permitió al gobierno maquillar las cifras de los fallecimientos por el nuevo virus. De hecho, por presión de los medios de comunicación, fue indispensable hacer un recuento de las cifras reportadas al comienzo de la pandemia, las cuales eran mucho mayores de lo que había afirmado el gobierno. (Por ejemplo, el 30 de junio de 2021, el conteo oficial de fallecimientos era de 220,000, pero la secretaría de salud consideraba que la cifra real rondaba los 350,000.)
La estrategia nacional de López Obrador se enfocó en aumentar la capacidad hospitalaria, en parte para enmascarar las décadas de negligencia y falta de financiamiento al sector salud. Las autoridades instaron a la gente a quedarse en casa para evitar saturar los hospitales y le dieron un giro tradicional al discurso. En lugar de decirle a la gente “háganle como puedan”, le dijeron: “ahí tienen a su familia”. “Para enfrentar esta crisis de salud no basta con los hospitales, se requiere de la participación de la gente”, declaró el presidente el 26 de marzo de 2020. “[E]n México, como en otros pueblos, la familia es la institución de seguridad social más importante […] Estamos acudiendo al apoyo de las familias mexicanas para proteger a nuestros adultos mayores, para cuidar a enfermos de diabetes, de hipertensión, de padecimientos renales, a madres, mujeres embarazadas.” Por si fuera poco, agregó: “Tenemos por eso millones de enfermeras”, refiriéndose a que son las mujeres quienes acostumbran realizar la labor de cuidados en los hogares. A pesar de que la familia debía ser el núcleo de la respuesta de México frente a la crisis, resultó ser uno de sus epicentros.
Una tragedia familiar
Juan Raymundo González Arreazola fue una de las primeras personas en contagiarse de Covid-19 en Nuevo Laredo. Dado que era enfermero, supo qué hacer de inmediato. En lugar de pedirle a su familia que lo cuidara, mandó a su esposa y a su bebé a otro lado y se aisló en su propia casa. Hizo lo mejor que pudo para combatir los síntomas, pero su salud se deterioró muy rápido. Una semana después, pidió una ambulancia para ir al hospital. Desde ahí, empezó a enviarles mensajes frecuentes a su familia, hasta que un día los mensajes dejaron de llegar. El 9 de mayo, a la edad de 31 años, Raymundo se convirtió en una de las primeras víctimas mortales del coronavirus en la ciudad. Ese día, a las 10 de la noche, el padre de Raymundo contestó el teléfono y recibió la noticia de la muerte de su hijo; se desmayó de la impresión.
Rosalinda Arreazola, la madre de Raymundo, le puso un altar a su hijo mayor en la banqueta, pues estaba prohibido hacer funerales. Mucha gente de la comunidad salió a darle el pésame, mientras que otras personas se cruzaban la calle por temor a contagiarse del virus. Después de aquella tragedia, Rosalinda y su hijo menor, Orlando, decidieron dejar de ir a trabajar. En cambio, su esposo de 57 años, quien trabajaba en una agencia aduanal, se negó a dejar su empleo. Al poco tiempo, tanto Orlando como su padre se contagiaron de Covid-19.
De haber sobrevivido, Juan Raymundo habría disuadido a su madre de cuidar a su esposo y a su hijo en casa. A falta de ese consejo, Rosalinda pasó aquellas semanas yendo de una cama a otra, tomándoles la temperatura y dándoles medicamentos. Su hijo de en medio, Pablo, que era seminarista, decidió ayudarla, pero no pudieron hacer gran cosa. El esposo de Rosalinda murió en sus brazos. “Mi esposo nunca aceptó la muerte de su primer hijo, y sé que la tristeza que sintió fue lo que nos lo arrebató”, declaró.
Poco después de que internaran a Orlando en cuidados intensivos, Pablo se enfermó y también necesitó hospitalización. Pero, mientras que Orlando se iba recuperando poco a poco, la salud de Pablo se deterioraba con rapidez. Le suplicó a su madre que lo llevara a casa, pero cuatro días después falleció, a los 28 años de edad. Rosalinda no sabe cómo ha logrado aguantar esta pesadilla, y sólo hay un detalle que la consuela: “Le agradezco a Dios que mi esposo no se enterara de la muerte de su segundo hijo”.
La tragedia de la familia González Arreazola es un microcosmos de lo que se vio en todo el país: la pérdida de cientos de miles de vidas y el esbozo de los huecos crecientes en la red de seguridad social mexicana. Y los empleados del sector salud han sido los más afectados por esta tragedia; al momento de escribir este reportaje, ninguna nación había perdido tanto personal médico como México. El epicentro mexicano de la Covid-19 son los barrios populares y de bajos recursos, llenos de hogares donde conviven varias generaciones, como los González Arreazola. La mayoría de estos barrios están en ciudades grandes, por lo que ciudades pequeñas, como Nuevo Laredo, han recibido muchos menos recursos. Los hospitales no tenían suficientes camas UCI, medicamentos ni lo más importante: médicos adecuados. Mucha gente decidió monitorear su salud en casa con oxímetros. Otras personas adquirieron tanques de oxígeno en el mercado negro. Otras más recurrieron a remedios caseros —como tés— o sustancias de dudosa procedencia —como cloro o suplementos cuya efectividad no estaba demostrada—. Junto con la prevalencia de otros padecimientos subyacentes, esto garantizó que México tuviera durante mucho tiempo una de las tasas de mortalidad entre pacientes intubados más alta del mundo.
La comunidad se pone a la altura
Roberto García, cardiólogo de 33 años que vive en Nuevo Laredo, vio lo que se avecinaba. Cuando se registraron los primeros casos en México, a principios de 2020, García contactó a las autoridades sanitarias de Nuevo Laredo para instarlas a tomar medidas de precaución. Visitó algunos hospitales locales y descubrió que no tenían planes de contingencia ni equipo básico, como camas UCI, ventiladores y equipo de protección personal. En cuestión de meses, los hospitales de la ciudad se saturaron y gran cantidad de médicos empezó a perder la vida a causa de la Covid-19.
García tenía claro que se necesitaba una respuesta comunitaria. A falta de un liderazgo efectivo de parte de los políticos y los funcionarios del sistema de salud, la gente tenía que ponerse a la altura de las circunstancias y ayudarse entre sí. García empezó a llevar un registro de las muertes de personal médico en una página de Facebook mucho antes de que el gobierno federal reconociera que se trataba de una crisis. Su grupo de Facebook no tardó en amasar miles de miembros ansiosos por obtener información confiable que no llegaba a través de los canales oficiales. Cuando los hospitales se saturaron, el grupo se llenó de publicaciones sobre lugares o personas que rentaban tanques de oxígeno. Cuando empezaron a escasear las pruebas de Covid-19, la gente empezó a compartir la ubicación de los lugares donde las realizaban.
Este heroísmo cotidiano resultó ser contagioso y absorbió a Lourdes de León, una planeadora de eventos de 37 años que participaba de forma muy activa en la comunidad de Facebook creada por García. Dado que no había fiestas que planear, decidió concentrar toda su energía en el apoyo mutuo. De León, quien desde antes apoyaba a gente vulnerable de su entorno —por ejemplo, llevándole de comer con frecuencia a un vecino de la tercera edad— amplió su rango de acción. La sala de su casa está llena de frutas y verduras maduras que le donan durante sus colectas de alimentos. “Hay mucha necesidad en Nuevo Laredo”, dice la madre de dos, quien además encontró formas de estirar hasta el último peso donado y producir cubrebocas con una máquina de coser prestada y caretas hechas con botellas de Coca Cola. En tiempos difíciles, esas pequeñas intervenciones interpersonales marcan la diferencia entre la vida o la muerte.
Del otro lado del Río Bravo, el doctor Víctor Treviño, jefe del departamento de salud de Laredo, está ocupado lidiando con el otro lado de la moneda de la crisis. Treviño da reportes mediáticos semanales desde su oficina, la cual arregló como un estudio de grabación improvisado con un elaborado equipo de iluminación. Frente al fondo virtual de un cuarto de hospital impoluto que sirve para ocultar las pilas de papeles a sus espaldas, y ostentando sus habituales gafas gruesas de pasta, el médico familiar de 73 años elige un tono sobrio pero contundente para transmitir la gravedad de la crisis en desarrollo: falta de camas UCI y de personal sanitario, incremento de contagios entre menores que asisten a las escuelas recién reabiertas. Intenta no generar pánico, pero tampoco maquilla los hechos. En mayo de 2020, la ciudad contempla la creación de una zona de contención pediátrica en preparación para el excedente de casos producidos por un nuevo brote. “Que Dios nos ayude si llegamos a ese punto”, dice el doctor Treviño.
Al igual que su ciudad hermana, Laredo no estaba preparada para la pandemia, pero al menos al norte de la frontera los funcionarios públicos actuaron con rapidez. El 15 de marzo de 2020, la ciudad declaró la emergencia sanitaria pública y estableció las políticas más restrictivas de todo el estado, que incluyeron el cierre de negocios no esenciales, como restaurantes, bares, centros comerciales y gimnasios. Además, el ayuntamiento de la ciudad fue el primero en el país en decretar el uso obligatorio de cubrebocas. Aun así, los casos se dispararon por falta de equipo de protección personal, falta de pruebas diagnósticas y la cercanía con México. La movilidad inherente de la ciudad intensificó la amenaza de por sí ubicua de contagios. Por ejemplo, los conductores de camiones de carga que trasladan productos entre países pasan por Laredo cuando cruzan la frontera. Y los residentes de ambas ciudades siguieron cruzando la frontera, tanto de forma legal como ilegal. Y la falta de pruebas diagnósticas en Nuevo Laredo empezó a volverse un problema para ambas ciudades.
Treviño, cuya familia ha vivido en Laredo desde su “fundación”, hace dos siglos, siempre se ha enorgullecido de mantenerse al margen de la política. Pero en esta crisis decidió exigirle al gobernador de Texas, Greg Abbott, que se pusiera a la altura de las circunstancias y defendiera los intereses sanitarios de su ciudad. Luego presionó a la alcaldía para que impusieran un toque de queda que limitara el movimiento humano entre las 10 p.m. y las 6 a.m. y les ordenó a los hospitales que proveyeran equipo de protección personal a todo el personal sanitario. Luego puso en cuarentena dos centros de detención privados que usaban los alguaciles y las autoridades migratorias y aduanales de Estados Unidos, lo cual no fue del agrado del entonces fiscal general William Barr. En agosto de 2020, cuando hubo un brote de Covid-19 en la A&M International University de Texas, Treviño emitió la orden de poner en cuarentena a estudiantes y empleados de la universidad, pero el gobierno estatal la revocó al poco tiempo. Por ese tipo de cosas, se hizo de varios enemigos en el primer año de la pandemia.
A pesar de que Treviño y sus colegas tomaran medidas oportunas, Laredo se convirtió en una de las ciudades estadounidenses más afectadas por el virus. En comparación con otras ciudades del estado, las autoridades la desfavorecieron de forma drástica. En los dos hospitales locales (que prestan servicio a una población de más de 260,000 personas), había pacientes siendo tratados en los pasillos por falta de espacio. Otros hacían largas filas para recibir remdesivir, el entonces tratamiento especulativo para la infección. Para cuando llegó el invierno, Laredo tenía la mayor cifra de casos positivos y hospitalizaciones per cápita en el estado. No obstante, la ciudad siguió reactivándose.
Ricardo Cigarroa, prominente cardiólogo de la comunidad a quien se le ha apodado “el doctor Fauci del sur de Texas”, no tiene reparos en atribuir la cantidad de fallecimientos a la falta de liderazgo. “Al gobierno de nuestra ciudad, a las autoridades estatales, a nuestro gobernador les digo: nos están fallando”, afirmó durante una transmisión de Facebook Live a finales de enero de 2021. Aquella oleada alcanzó su punto máximo en enero; en ese entonces, Cigarroa firmaba entre cuatro y cinco certificados de defunción al día. Además, la llegada de suministros médicos a la ciudad era lenta y poco fiable. Cigarroa tenía la fuerte sospecha de que el alto porcentaje de población latina de su ciudad la convertía en el plato de segunda mesa de los funcionarios estatales.
Distribución inequitativa de las vacunas
La sospecha de Cigarroa se convirtió en convicción al ver lo lenta que era la llegada de vacunas a Laredo. Empezó entonces a cuestionar si el factor racial influía en la decisión de los legisladores estatales republicanos de asignar muchas más dosis de vacunas al Lubbock County, un condado cercano con una densidad de población similar, pero proporcionalmente mucha menos población de origen latino. “¿Acaso volvimos a [los tiempos de] MALDEF y la discriminación?”, preguntó en el New York Times, haciendo referencia a la historia de racismo médico en Texas que derivó en la creación del Fondo Educativo y de Defensa Legal Mexico-Estadounidense en los años sesenta. Los funcionarios estatales insistieron en que las vacunas asignadas a Laredo dependían de la cantidad de personal médico de la ciudad, pues ciudades más pequeñas o de igual tamaño, pero con una mayor densidad de trabajadores sanitarios, recibieron hasta cinco veces más vacunas. En pocas palabras, Laredo recibió un doble castigo por falta de buenos servicios de salud.
Ante la intensidad de las protestas, a mediados de marzo de 2021 el gobierno estatal aumentó la cantidad de vacunas asignadas a Laredo. Para entonces, ya era posible vacunarse sin cita previa en los centros comerciales, los supermercados, las farmacias y las escuelas de la ciudad. De hecho, a la fecha tiene una de las tasas de vacunación más altas de Texas, pues más de 60% de los residentes elegibles se han vacunado. Desde El Paso hasta Brownsville, los condados de la frontera en general superan los promedios estatales de vacunación.
Por su parte, la distribución de vacunas en México ha sido lenta e irregular. Para finales de agosto de 2021, casi 30% de la población tenía su esquema de vacunación completo, en comparación con 50% de la población estadounidense. El gobierno mexicano adquirió una amplia gama de vacunas, incluyendo las de Pfizer, Johnson & Johnson, Sinovac, AstraZeneca y Sputnik V. A distintos grupos etarios se les asignaron vacunas de distintas farmacéuticas, sin que pudieran elegir cuál recibían. En la actualidad, el país sigue vacunando a los mayores de edad, pero las cifras de casos positivos no dejan de ir en aumento. Los hospitales están saturados en algunos estados. Y en Nuevo Laredo las escuelas reabrieron el 30 de agosto de 2021, a pesar de la gran incertidumbre provocada por la tercera oleada de casos de variantes alfa, gamma y delta.
La distribución de vacunas al interior de México también ha sido desigual. En los estados de Chiapas y Oaxaca, que son de los más pobres, se ha inoculado a menos de 50% de la población, mientras que en los estados del norte que colindan con Estados Unidos, como Baja California y Tamaulipas, se ha vacunado a 70% de los adultos (para agosto de 2021). Los empleados del sector salud fueron los primeros en recibir la vacuna, según el plan nacional de vacunación que arrancó a finales de diciembre de 2020. Sin embargo, los empleados de hospitales privados (que, en el disparejo sistema sanitario mexicano, atienden a gente de todas las clases sociales) no estuvieron incluidos en ese plan, lo que generó indignación entre personal médico y de enfermería, y desencadenó una conversación más amplia sobre la equidad en la distribución de vacunas. El 19 de abril de 2021, el personal de salud de Nuevo Laredo, tanto de centros privados como públicos, realizó una protesta pacífica para exigir que se les vacunara. Al momento de la elaboración de este artículo, Nuevo Laredo seguía sin vacunar a todo el personal de salud, mientras que Laredo, Texas, hacía hasta lo imposible por convencer a los escépticos antivacunas.
Aunque la frontera terrestre siga cerrada, es posible viajar a México en avión; no obstante, la posibilidad de realizar estos viajes está determinada por la clase social: los mexicanos pudientes viajan apenas un día a ciudades como Houston, Dallas y San Antonio, o incluso a ciudades fronterizas como McAllen y Laredo, para vacunarse contra la Covid-19. Mientras tanto, la mayoría de la población de Nuevo Laredo no tiene para pagar un boleto de avión e ir a vacunarse del otro lado de la frontera, a pesar de vivir a unos cuantos kilómetros de su vecino del norte.
Estados Unidos tiene un gran interés en acelerar la distribución de vacunas en México, por lo que, a finales de marzo de 2021, le concedió a México 2.7 millones de dosis de AstraZeneca en calidad de préstamo, pues para entonces no había obtenido la autorización de la FDA para su uso de emergencia. A pesar de haber sido una muestra de diplomacia generosa, también ejemplifica la relación asimétrica entre países ricos y naciones con ingresos medios a bajos durante la carrera mundial para contener el virus. Algunos países tienen suficientes dosis como para cederlas o para usarlas como refuerzos, mientras que otros siguen luchando por obtener la primera dosis para proteger a sus poblaciones más vulnerables.
Para finales de 2021, Estados Unidos cooptó un excedente de hasta mil millones de dosis, por lo que el presidente Joe Biden se comprometió a compartir 80 millones de dosis con el resto del mundo, pero eso no cubre la demanda existente. En julio, el director general de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom Ghebreyesus, criticó el “escandaloso desequilibrio” en la distribución de vacunas a nivel mundial y el “fracaso moral catastrófico” de quienes las acaparan. Para julio de 2021, se habían distribuido más de 3.5 mil millones de dosis a nivel mundial, pero más de 75% quedaron en manos de apenas 10 países.
Para promover la reapertura de fronteras, Estados Unidos donó 1.35 millones de dosis de la vacuna Johnson & Johnson a 39 ciudades fronterizas, desde Tijuana hasta Reinosa. Los dos países han estado negociando la reapertura de la frontera, pero la fecha definitiva sigue postergándose.
Y es que la decisión es tanto política como sanitaria. El triunfo de Biden reavivó las esperanzas de los migrantes y los solicitantes de asilo que estaban en un limbo en la frontera sur. Al asumir la presidencia, Biden puso fin a la política trumpiana de “Quédense en México”, la cual el expresidente implementó en 2019 para obligar a 71,000 personas que esperaban el proceso de asilo en México a que se quedaran varadas en condiciones precarias y peligrosas. No obstante, el programa fue reestablecido al poco tiempo. Entre las cifras crecientes de personas que llegaron a la frontera sur de Estados Unidos y la demanda impuesta por los gobiernos de Texas y Missouri en contra de la administración de Biden por haber derogado aquella política, la Suprema Corte de Justicia ordenó su reinstauración a finales de agosto. El mensaje del gobierno estadounidense a los migrantes sigue siendo muy claro: “No vengan”.
Hasta el momento, Biden ha mantenido la mayoría de las políticas migratorias de su predecesor. Al parecer, los funcionarios del gobierno de Trump hicieron un trabajo legal muy prolífico para consagrar sus posturas rígidas en torno a la migración. Por frustrante que les resulte a quienes hacen activismo en contra de ellas, la nueva administración ha producido mucha retórica esperanzadora, pero muy pocas acciones legales contundentes. El gobierno de Biden ha mantenido también el Título 42 de Trump, una política implementada el 20 de marzo de 2020 que permitía a los oficiales fronterizos de Estados Unidos expulsar a cientos de miles de adultos y niños migrantes sin el debido proceso ni esperanza alguna de darles asilo. Hoy en día, esas personas deportadas se encuentran en albergues en ciudades fronterizas mexicanas, como Nuevo Laredo, donde el acceso a pruebas de Covid-19 o vacunas es muy limitado, esperando a que la frontera se vuelva a abrir y que les permitan abogar por su situación. Estados Unidos, por su parte, sigue expulsando gente en masa, muchas veces sin asegurarse de que no estén contagiadas, lo que agrava la tragedia en México.
Irónicamente, esta crisis ha puesto de manifiesto con absoluta claridad lo interconectados que están ambos países. Rara vez se menciona en los medios que un porcentaje desproporcionado de los insignes trabajadores esenciales a quienes tanto loamos emigraron de México o de países de Centroamérica. Esos agricultores, empleados de restaurantes, repartidores, maquiladores y enfermeros han ayudado a mantener a Estados Unidos a flote durante las crisis, al tiempo que mantienen a sus familias en México, puesto que el gobierno del país vecino no ha ofrecido apoyos a la población que vive bajo el yugo de una economía debilitada. En febrero de 2021, el total de remesas enviadas a México ascendió a 3.174 mil millones de dólares, la cifra más alta desde 1995, año en que se empezó a llevar el registro.
Ese intento por apoyar más a sus familias ha tenido un costo brutal para los migrantes que han estado más expuestos al virus y han tenido menos acceso a servicios de salud. Al tener trabajos peligrosos y vivir hacinados por culpa de la gentrificación, mucha de esta gente ha pagado el precio con su propia vida. Después de años de contribuir a la economía estadounidense, en el último año muchos de ellos cruzaron la frontera por última vez y volvieron a su país de origen en urnas funerarias. Cuando la gente habla de los “ilegales”, se está refiriendo a algunas de estas personas.
Los deportados
Se está terminando la primavera, y las calles del pintoresco centro de Laredo, Texas, están tan vacías que la escena es escalofriante. Los negocios locales han padecido la ausencia de los clientes provenientes de México.
Hay productos que llevan meses en los estantes de tiendas cerradas, acumulando polvo, lo que le imprime un toque nostálgico de sitio atrapado en el tiempo. Rebecca Solloa, directora ejecutiva de un albergue católico, trabaja aquí y vuelve a Nuevo Laredo todas las noches, donde la espera su nuevo esposo, Héctor Sol. Héctor no tiene permitido cruzar la frontera.
La historia de esta pareja empezó hace más de 30 años, en San Antonio, Texas, donde salieron ocasionalmente hasta perder contacto. En 2019, tras años de distancia, Rebecca, quien seguía viviendo en Estados Unidos, tuvo la premonición de que Héctor necesitaba ayuda, así que lo contactó. Resultó entonces que Héctor, que para entonces tenía 66 años, había sido deportado a Nuevo Laredo después de pasar tres años en una prisión federal por haber reingresado a Estados Unidos de forma ilegal. Mantuvieron la comunicación después de esa primera llamada, y al poco tiempo decidieron que querían estar juntos, así que planearon casarse en Nuevo Laredo.
Pero la pandemia alteró sus planes. Héctor vivía solo y tenía poco trabajo, dinero y apoyo. Luego se contagió de Covid-19 y se enfermó de gravedad, además de no tener seguro médico. En términos generales, vivir en México le resultaba muy difícil, pues había pasado casi toda su vida del otro lado y ése era el mundo que conocía.
Casarse con Rebecca a principios de 2021 le brindó cierto alivio. Ahora ella vive con él en Nuevo Laredo, pero él sigue extrañando Estados Unidos. Anteriormente, cuando lo deportaban, Héctor arriesgaba su vida para volver. Pero eso ya no parece posible. Un día caluroso de mediados de mayo, mientras conduce por la orilla del Río Grande que lo separa de Rebecca, Héctor me dice: “Si cruzo, terminaré otra vez en la cárcel por ser tan necio”. En Nuevo Laredo no tiene muchos familiares ni amigos. Toda su gente está del otro lado: sus hijos, su nieto, sus hermanos y hermanas, sus tíos y sus sobrinas y sobrinos. Ni siquiera puede salir a pasear con su esposa del lado más privilegiado del muro fronterizo.
Rebecca sólo pasa la mitad del día en Estados Unidos, pero ese tiempo trae consigo privilegios específicos. Por ejemplo, para mediados de marzo, ya tenía su esquema de vacunación completo, mientras que Héctor tuvo que esperar varios meses para recibir su primera dosis de la vacuna china Sinovac. Las diferencias de estatus legal generan tensiones en la relación, según me explica Rebecca por teléfono, desde su casa de Nuevo Laredo. Pero ella se niega a darse por vencida: “Seguiré luchando por él y buscando todas las opciones legales para que vuelva a Estados Unidos”. El hecho de que Héctor esté casado con una ciudadana estadounidense podría ayudarlo en algún momento. Y no será fácil, pero la vida de este lado de la frontera rara vez lo es.
“Nos queda un largo camino por delante”, dice Rebecca mientras se prepara para ir a trabajar a Laredo, del otro lado del puente. Su esposo la acompaña la mitad del trayecto, hasta donde tiene permitido llegar, y luego vuelve a casa, donde espera su regreso.
El número de la equidad de GROW fue publicado en octubre de 2021. Fotografías originales, cortesía de Lorena Ríos.